Valentín a medias

Valentín llegó a Francia en verano, en días luminosos, contento de comenzar una nueva vida; pero ya comenzaron los días fríos, los turistas se han ido y adaptarse no es fácil. Y todo es culpa de esa noche, la del desastre, cuando fue expulsado, junto a su familia, de su querida Ciudad de México. 

 

 

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VALENTÍN A MEDIAS

Enrique Escalona

 

Para los que nunca pensaron en irse

e.e.

Si alguna vez te conviertes en la mitad de ti mismo, y te lo deseo, chico, comprenderás cosas más allá de la común inteligencia de los cerebros enteros. Habrás perdido la mitad de ti y del mundo, pero la mitad que quede será mil veces más profunda y preciosa.

Italo Calvino, El vizconde demediado

 

1. Me partí en dos esta mañana

mientras iba al colegio, y todo porque se me hizo tarde, unos minutos nada más, pero en este país todo el mundo es puntual. Todo el mundo. Desde los niños que van a la guardería, hasta los ancianos que tienen una cita médica. No quería que me cerraran la puerta del colegio y me apuré para llegar a mi atajo, como le digo al edificio que tiene entradas por ambos lados de la cuadra. Empujé con fuerza el portón desvencijado y me topé de frente con el cartero, que se asustó por mi entrada escandalosa y me miró enojado. Claro que podía disculparme, darle los buenos días y seguir mi camino a través del edificio, pero en vez de eso me di la media vuelta y regresé por donde había entrado. Así es, hui como un cobarde, o más bien, como un tonto, un cobarde tonto que regresó por donde había entrado.

Ni modo. Esa mañana no habría atajo y tendría que rodear la cuadra entera. Vi la hora en el reloj de la farmacia y ya eran las ocho treinta y seis. Tenía nueve minutos exactos para llegar al colegio. Apreté el paso, me eché a trotar y la calle me pareció más larga que nunca. Para cuando llegué a la esquina ya me dolían las espinillas y tenía dolor de caballo, como le dicen a ese piquete en el costado que da por ir con la bocota abierta y tragar aire. Yo relinchaba de coraje, molesto conmigo mismo e insultándome en mis dos idiomas: eres un menso, un imbécil, oui, un véritable imbécile. Me enojé todavía más cuando di vuelta a la cuadra, porque vi a un muchacho que salía justo por mi atajo. Me detuve para recuperar el aliento y pensé que no era justo. Era yo quien debía estar saliendo por esa puerta. Sentí el peso de mi mochila, pues cargaba un libro de más de dos mil páginas, A la búsqueda del tiempo perdido, que pesaba como un tabique. Buscar el tiempo perdido, eso era justo lo que tenía que hacer, buscarlo, recuperarlo y alcanzar a ese muchacho, un usurpador que había salido por mi atajo. Debía rebasarlo, era una cuestión de honor.

Me eché a correr con todas mis fuerzas y, para mi mala suerte, mi contrincante hizo lo mismo. Ambos salimos disparados, como si hubiéramos escuchado el pistoletazo de salida en una carrera de cien metros planos. Corrimos al mismo ritmo, pero él me llevaba media cuadra de ventaja y estaba fresco. No aguanté demasiado, bajé el ritmo y me conformé con no perderlo de vista. Lo miré alejarse entre el sudor salado que caía por mi frente y que me picaba los ojos. Ese muchacho debía ser alumno de mi colegio, porque se metió por el sendero apestoso, como llamo a una callecita de banquetas angostas que tiene la particularidad de amanecer con las paredes embarradas de caca. Asqueroso, pero cierto. Alguien se tomaba la molestia de embarrar excremento en las paredes y por la mañana olía horrible. El muchacho también se detuvo, frenado por la peste, se cubrió la nariz con la mano y caminó hasta el paso peatonal que cruza la avenida. Ésa era mi oportunidad. Me eché a trotar, dispuesto a rebasarlo, y noté que nos vestíamos igual: jeans azules, botas negras y sudadera negra con capucha. Él también tenía prisa, pero alcancé a notar que sus botas tenían agujetas amarillas, como las mías, y advertí que tenía el pelo negro, lacio y largo, justo como yo lo uso.

Entonces pasó algo extraño: yo ya podía ponerme a su lado y prepararme para ser el primero en correr cuando el semáforo cambiara al color verde, pero no lo hice. Ese chico era demasiado parecido a mí de espaldas y sentí como si me estuviera viendo a mí mismo. Fue una sensación extrañísima, como si me hubiera salido de mi cuerpo para verme en vivo y en tiempo real. Ahí estaba yo, es decir, él, ese chico, mirando su reloj y cargando una mochila negra que, para no variar, era del mismo modelo que la mía. Por fin la luz del semáforo cambió y cruzó la avenida. Yo me quedé inmóvil y me hice una pregunta. ¿Y si me había partido en dos? Sé que suena raro, pero en ese momento no lo consideré tan descabellado. Tal vez cuando abrí el portón del edificio y me encontré con el cartero, una parte mía había dado la media vuelta, pero la otra había seguido adelante para tomar el atajo. ¿Sería posible? Suponiendo que sí, yo habría sido la mitad que no se había atrevido a tomar el atajo, la parte cobarde de mí mismo, y ese chico, la parte valiente. ¿Qué pasaría si lo alcanzaba? ¿Nos fusionaríamos? ¿Nos saludaríamos y pasaríamos la vida juntos como gemelos? ¿O se destruiría la línea espacio temporal y explotaría el universo entero?... Debía apurarme, verle la cara a ese muchacho, olvidarme de mis ideas tontas y llegar a tiempo al colegio.

Para mi mala suerte el semáforo peatonal volvió a cambiar a rojo y ya no pude cruzar la avenida. Una fila de motocicletas arrancó a toda prisa y tuve que esperar a que pasaran los carros y el autobús del contraflujo. Era tardísimo y mi otra mitad seguramente ya había entrado al colegio. Crucé la avenida, sonó la chicharra y el conserje se asomó para echar un vistazo antes de cerrar la puerta. Claro que yo podía hacerle una seña, incluso gritarle que me esperara, pero la cobardía volvió a apoderarse de mí. De nuevo me di la media vuelta y salí huyendo.

¿Qué me pasaba? ¿Dónde había quedado mi valor? Esa actitud blandengue era la prueba irrefutable de que me había partido en dos y de que yo era tan sólo la parte miedosa de mí mismo. Empecé a caminar sin rumbo y pensé que, a mi otra mitad, a mi mitad valiente, le iría mejor sin mí.

 

2. Llegamos a Francia en verano

y hacía mucho calor. Desde las seis de la mañana una luz brillante se filtraba entre los postigos cerrados que protegían las ventanas y comenzaban días largos, de cielos azules y sin nubes, con un solazo que brillaba en el firmamento hasta pasadas las nueve de la noche. En esos primeros días yo pensaba que Francia era un país luminoso, cálido y lleno de luz.

—Pero no siempre será así, porque en otoño hará frío y luego nos caerá encima el invierno, con sus cielos grises y una neblina que oculta al sol por tres meses.

Mamá sabía de lo que hablaba, porque ella nació aquí, en Lyon, la segunda ciudad más grande de Francia, en la que vivió hasta los veintiún años. A esa edad se fue a vivir a México, en cuanto terminó sus estudios en literatura hispánica. Buscaba conocer al país que había admirado desde lejos, descubrirlo y, tal vez, encontrar una vida distinta. Me ha contado que, cuando llegó a México, hablaba el español que aprendió en los libros y que sufrió para entender a los mexicanos, pero lo logró. Y no sólo eso, se quedó a vivir y hasta solicitó la nacionalidad mexicana. Claro, también conoció a mi papá, se enamoraron, se casaron y les pasaron todas esas cosas cursis que no contaré porque me dan pena. Lo que importa es que mi mamá pasó otros veintiún años en su país de adopción y dejó de ser únicamente francesa para convertirse en francomexicana. También me ha contado que, en cuanto nací, me llevó a la embajada francesa y salí de ahí con un papel que decía que yo era un francés nacido en la Ciudad de México. Ahora que lo pienso, tal vez justo ahí me partí en dos, porque desde entonces tengo dos países. Para muchos tener dos nacionalidades puede parecer bueno, incluso fantástico, pero en la práctica es muy complicado. Dos países significan el doble de trámites, aprender dos idiomas, cantar dos himnos y reprobar dos exámenes de historia (la materia en la que peor me va). Además, no es nada divertido tener el corazón partido en dos. ¿A qué equipo debo irle en los partidos de México contra Francia? Y cuando ambos pierden, se sufre el doble.

Pero contaba que llegamos a Francia en verano. Ya había venido antes, dos veces, para ser exacto. La primera vez de bebé (no me acuerdo de nada) y la segunda a los seis años (me acuerdo de poco). Sin embargo, esos viajes fueron breves, simples vacaciones en las que fuimos tu- ristas, no como en este tercer viaje en el que llegamos a Francia para quedarnos.

—¿Para siempre? —le pregunté a mi jefazo esa tarde que aterrizamos. No me respondió.

Mi jefazo es mi papá, así le digo. Él sí es completamente mexicano, de la mera capital. Es tan chilango como el metro, aunque, pensándolo bien, los trenes del metro de la Ciudad de México se hicieron en Francia. Mejor digamos que mi jefazo es tan chilango como las quesadillas sin queso. Tan chilango como los microbuses destartalados. Tan chilango como su tono cantadito y el chasqueo que hace cuando algo le molesta y dice “chale...”. Tan chilango como esas tardes en las que el cielo se ponía negro sobre la Ciudad de México y caía un aguacerazo de aquellos, como el de esa noche. Nuestra noche negra. Cuando nos pasó eso de lo que nunca hablamos y que nos trajo hasta aquí.

Pero no nos pongamos oscuros. Mi jefazo era un chilango orgulloso, decía que nunca viviría en Francia y se burlaba del idioma de mi mamá con frases tontas, como esa de le pupú le mató le guaguá. Sólo a él le daba risa repetirla.

—Eres un malvado, tú me decías que tenías ganas de aprender francés y me prometiste que algún día viviríamos en Lyon —reclamaba mi mamá a mi jefazo.

—Chale. ¿Eso dije? Pues te mentí, güerita —contestaba y exageraba su acento chilango—. Te lo dije nomás para que te casaras conmigo.

Ay, qué cosas dice mi jefazo, y eso que no me atrevo a repetir sus peores frases. Mi mamá le decía que es- tudiara francés, él decía que no y discutían nomás por discutir. Lo cierto es que mi mamá tampoco tenía planes serios para venirse a vivir a Francia. ¿Y para qué? Si éramos tan felices allá en México.

Éramos, hasta que tuvimos que meter nuestra vida en cuatro maletas y venirnos corriendo para acá. Bueno, corriendo es un decir, más bien, llegamos volando.

Híjole, no he mencionado mi hermanito, al petit garçon o, como yo le digo, al escuincle. Tiene cuatro años y se llama Emiliano-François. Pobre. Mis papás le pusieron un nombre mexicano y otro francés. Mamá escogió Emiliano porque ella se llama Emilie y papá le puso François porque él se llama Francisco (o Panchito, como le dice mi mamá de cariño). Debido a esos caprichos binacionales, mi hermano tiene un rimbombante nombre compuesto, pegado a la fuerza con un guion y que se pronuncia Emiliano-Fransuá. Oh, la lá, la classe ! Menos mal que sólo le decimos Emi.

Gracias a los dioses aztecas y a los dioses celtas, a mí me fue mejor con el nombre, porque tan sólo me pusieron Valentín. Me gusta porque es un nombre corto y funciona bien tanto en México como en Francia, aunque cambia de pronunciación dependiendo del país donde me encuentre. Valentín, como se pronuncia en español, significa Valentina en francés, así que en Francia mi nombre se debe pronunciar Valentán. Me dicen Valentín en México y Valentán en Francia. Así que soy Valentín- Valentán. Ya lo dije y lo repito. Nací dividido en dos y con el doble de preocupaciones.